domingo, 10 de septiembre de 2017

La espalda de Buda



Está Prometeo observando el águila que cada día come su hígado.
El gesto con boca tensionada. Trata de relajar los músculos, llevar a cabo alguna acción. Lo consigue por unos segundos.

Cuando el águila está lleno, el dios mira al frente y observa el cuadro borroso.
Trata de verlo, a pesar del velo sucio que se interpone.


Está Sísifo subiendo con esfuerzo la piedra que una vez arriba caerá de nuevo.
Hace mucho que el tiempo se ha detenido. Solo el cielo parece moverse; se ilumina y se apaga.

El peso de la piedra, el esfuerzo, el dolor, el aire al respirar, la cima en la colina,
El silencio. El querer sentarse y el decirse, -un poco más-.
El estar arriba y contemplar allá abajo. Los fuertes músculos.


Está el monje al que una gota caía en la cabeza de modo constante, rítmico, casi musical.
Su piel se pega al aire de la habitación. Húmedo. Frío.
La habitación es oscura; un par de velas, y una bombilla sobre su cuerpo.
En la silla sentado y los pies descalzos sobre el suelo.

Está el monje mirando. Una pared gris de ladrillo a medio iluminar, un poco de agua se filtra. 
El pequeño chorro destellea al caer y forma un charco en el suelo, que refleja la puerta. 

Está ahí, sentado, mirando, y la gota cae.
Está ahí sentado, y el agua filtrada, y la gota cae.
Está ahí con los pies en el suelo, y la gota cae.
Está mirando el charco y la gota cae.
Está ahí mirando y la gota cae.
Está ahí, y la gota cae.
Está ahí.
Está.


Casi lo consigue, quizás por un momento,
pero después lanza un grito sagrado, terrible y eterno,  
maldito, jamás despertarás de este fatal sueño, 
Buda se ha ahorcado y siempre estuvo muerto.


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