Entraste
rompiendo el cristal,
haciendo mucho ruido.
Anudamos
nuestros ombligos y
nos nutrimos
hasta desmayarnos.
Un largo sueño
de espaldas al tiempo.
Nos arrancamos
el corazón
e hicimos
la ofrenda,
del uno al otro:
éramos nuestros respectivos dioses.
Según la tuve
entre mis manos,
tiré tu vida
al suelo
y la pisoteé.
Sentirte al límite
como mío.
Tú
hiciste lo propio.
Y por querernos así
(de ese modo)
nos despedazamos
el alma,
la torturamos
con tenazas,
con cuchillos incandescentes.
Y nuestro terrible amor
nos hizo ruines y depravados.
Sádicos
de fina sonrisa
y ojos más que abiertos,
brillando de espanto.
Finalmente asesinados,
cubiertos de inmundicia
entre el mayor de los desprecios
Y aún queda
el hueco desgarrado
de ti en mí.
Eras el chico que más amé.
Y ya no te quiero.
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